Volvía pensando en lo bello, en oler las lilas del jardincillo de la entrada, en escribir dos poemas de seguido antes de la comida.
Volví y, cuando abrí el buzón, sólo había un folleto de motosierras.
La anguila ha de estar viva y ser de río. Para matarla se agarra por la cola con la mano envuelta en un trapo para que no escurra y se le da un golpe seco en la cabeza contra el mármol de la fregadera. Luego se le hace una incisión cerca de la cabeza y se la despoja de su piel tirando de ella con un trapo. Se le cortan las agallas y se le hace una cortada de varios centímetros por el lado del vientre; se destripa y se lava bien con agua fría; se corta la cabeza y la cola y se vuelve a lavar y se seca con un trapo, quedando preparada para guisarla.
Enciclopedia culinaria “La cocina completa”. María Mestayer de Echagüe, Marquesa de Parabere. 1940
No le dije que la iban a matar: le planté un par de besos desganados y adiós muy buenas.
La violencia, si es suavecita, tanto mejor
- Sí, sí: yo la mato. Pero primero tengo que saber quién es, natural. – el viejo, curtidísimo por el sol, había hablado alegre y despreocupado.
- ¿De un tiro o así?
La sonrisilla que le poblaba la cara se ensanchó traviesa. El hombre pareció rejuvenecer bajo la telaraña de arrugas que le asfixiaba el rostro.
- ¡Tejo! – la respiración se le hizo fatigosa y hubo de parar a tomar aire – Los dolores no hay dios que los aguante, pero es que hoy se usa tan poco tan poco que seguro que pasa desapercibido.
¿Habría sido buena idea encargárselo a aquel tipo de mirada aviesa? Tenía los dedos sarmentosos, tierra bajo las uñas. Había criado siete hijos y los últimos sesenta años se había levantado al alba para arar los campos. ¿De verdad mataban esas manos anchísimas que subían con amor los nietos al regazo?
Los conejos se removían inquietos en sus jaulas, como si sintieran la electricidad del ambiente. Todos los bichos eran blancos y les fosforecían los ojos rojos. Nunca me ha gustado esa raza: hay algo fantasmagórico tras su albinismo.
No hubo apretón de manos para sellar el pacto, ni más palabras. El encargo, mi propósito, era tan sucio que las palmas se nos hubieran teñido de un rojo delator; o lo mismo de negro, por lo ruin del crimen.
Cumplió, claro está. No dudé ni un momento de su eficacia: aquella noche en su pajar, llegó a jurar por su sangre. Yo, consumido por los nervios como estaba, no aprecié aquellas florituras tan propias del género negro. Con voz quebrada, se despidió diciendo: “Yo no fallo, hijo”, al tiempo que acariciaba dulce el filo de sus tijeras de podar. El metal brillaba con el mismo fulgor incómodo que se le agazapaba en los ojos terrosos.