miércoles, 31 de marzo de 2010

Oerwoet

Empezó como algo imperceptible: una heridita minúscula en la palma de la mano. Le escocía un poco, así que cogió unas hojas de llantén, las masticó y puso la pasta sobre la llaga, que comenzaba a supurar más de lo debido.


Esa noche no pudo dormir, recomida por hormigas imaginarias que le moteaban la piel.

Esa noche, las sábanas se hicieron infinitas y opresivas, de un terrible calor líquido.


Al día siguiente, en clase de Conocimiento del Medio, no pudo escribir más. Los estigmas se hicieron visibles en ambas manos y tiñeron de sangre todo el blanco de los cuadernos. Fluyó roja e incontenible la hemorragia divina. La niña santa, lejos de asustarse, paladeaba el dolor exquisito que le estaba regalando el cielo.

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