miércoles, 7 de abril de 2010

La muerte y la doncella

No le dije que la iban a matar: le planté un par de besos desganados y adiós muy buenas.

La violencia, si es suavecita, tanto mejor



- Sí, sí: yo la mato. Pero primero tengo que saber quién es, natural. – el viejo, curtidísimo por el sol, había hablado alegre y despreocupado.

- ¿De un tiro o así?

La sonrisilla que le poblaba la cara se ensanchó traviesa. El hombre pareció rejuvenecer bajo la telaraña de arrugas que le asfixiaba el rostro.

- ¡Tejo! – la respiración se le hizo fatigosa y hubo de parar a tomar aire – Los dolores no hay dios que los aguante, pero es que hoy se usa tan poco tan poco que seguro que pasa desapercibido.


¿Habría sido buena idea encargárselo a aquel tipo de mirada aviesa? Tenía los dedos sarmentosos, tierra bajo las uñas. Había criado siete hijos y los últimos sesenta años se había levantado al alba para arar los campos. ¿De verdad mataban esas manos anchísimas que subían con amor los nietos al regazo?


Los conejos se removían inquietos en sus jaulas, como si sintieran la electricidad del ambiente. Todos los bichos eran blancos y les fosforecían los ojos rojos. Nunca me ha gustado esa raza: hay algo fantasmagórico tras su albinismo.


No hubo apretón de manos para sellar el pacto, ni más palabras. El encargo, mi propósito, era tan sucio que las palmas se nos hubieran teñido de un rojo delator; o lo mismo de negro, por lo ruin del crimen.


Cumplió, claro está. No dudé ni un momento de su eficacia: aquella noche en su pajar, llegó a jurar por su sangre. Yo, consumido por los nervios como estaba, no aprecié aquellas florituras tan propias del género negro. Con voz quebrada, se despidió diciendo: “Yo no fallo, hijo”, al tiempo que acariciaba dulce el filo de sus tijeras de podar. El metal brillaba con el mismo fulgor incómodo que se le agazapaba en los ojos terrosos.

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